miércoles, 11 de septiembre de 2013

Alegrándonos con el novio...



Hoy me han invitado a meditar las bodas de Caná.  las tinajas eran seis... curiosamente faltaba una para las 7, el número que simboliza la plenitud...  Tanto las tinajas como su número hablaban de imperfección.  Veamos.

Las tinajas que hoy día están en el sótano del actual templo en Caná de Galilea, están talladas en piedra.  Deben ser muy pesadas y de gran grosor.  Llenas debían serlo mucho más aún.  El evangelio dice que eran para contener el agua de las purificaciones de los judíos.  Efectivamente, un judío piadoso debía lavarse antes de comer.  Ver esas tinajas era como una imagen de la multitud de faltas de las que debe limpiarse un hombre ante Dios.  Y Cristo, en las bodas, adelanta su hora y convierte un instrumento de penitencia en uno de celebración.  Efectivamente, lo que antes limpiaba el pecado ahora se convierte en signo de alegría, de reconciliación, de fiesta.  El milagro de Caná es, pues, más grande de lo que parece:  es una señal elocuente de la misericordia de Dios, de su perdón.  Convierte un símbolo de arrepentimiento en otro de unión con Él.  En vez de abrumarnos la visión de una vasija enorme y pesada, como nuestros pecados, ahora esa vasija es portadora de vida, un regalo que viene de lo alto, y que nos cambia la mirada.  Porque si antes mirábamos nuestras miserias al verla, después del milagro miramos al Dios que le ha dado la vuelta al símbolo.  Es como con la cruz:  de instrumento de tortura ante el que se vuelve el rostro, a ser adorado por sostener a aquél que la asumió por nosotros.  Y en ambos casos, algo en común que hace también posible el milagro de que surja lo precioso de lo vil, mejor dicho alguien:  María.  Sólo con María fue posible que el SEÑOR adelantase su hora, que actuase en Caná, que escuchando a la criatura apareciese como el Dios con nosotros que supera toda justicia y se hace generoso con nosotros hasta el extremo, hasta lo inesperado y asombroso, hasta lo inimaginable...  Y sólo con María fue posible que el discípulo amado pudiera acercarse al horror de la cruz y pudiera encontrarse de nuevo con el SEÑOR.  En ambos casos, un instrumento de habla de pesar y dolor lo convierte el SEÑOR, con María de por medio, en un signo de bendición.

La lectura me recuerda, por sorpresa, la parábola del hijo pródigo:  cuando aquél sólo aspiraba a tener un jornal con el que ganarse el pan, sin atreverse a alzar la cabeza, se encuentra con las espera atenta de su padre, con su abrazo, con una fiesta...  El que venía avergonzado se halla ensalzado.  Ocurre lo mismo en el milagro del vino:  las tinajas cuya vista podían avergonzar al que se acercaba necesitado de purificación, se convierte en polo de atracción y centro de la fiesta...

Por una parte se nos habla de la inmensa misericordia de Dios, que supera nuestro duro juicio, incluso contra nosotros mismos.  Pero también se nos dice:  no temas la purificación, pues ahí encontrarás motivos para alegrarte con Dios, cuando llegue la hora.  Y María siempre procura que se adelante.

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